
No fue la tribuna. No fue un desconocido entre miles de voces anónimas. No fue un rival de camiseta distinta. Fue un colega. Un compañero de profesión. Un jugador, igual que él, que eligió atacar con lo más bajo, con lo más miserable: insultos cargados de racismo y xenofobia.

Fotos Club Talleres
Y eso duele más. Duele porque no vino de un fanático enceguecido, sino de alguien que también pisa el césped, que comparte vestuarios, que conoce el esfuerzo y la pasión que se necesitan para estar ahí. Duele porque uno espera que, entre jugadores, haya respeto, aunque no haya amistad. Y, sobre todo, porque son ellos —los protagonistas— quienes deberían poner el ejemplo y marcar el límite.
El jugador no aguantó. Pidió irse. No porque le dolieran las piernas, ni porque el rival fuera más fuerte. Se fue porque el insulto no solo fue directo, fue devastador. Lo atacó en su raíz, en su identidad, en su historia. ¿Quién puede continuar jugando cuando lo que se quiebra no es solo el espíritu competitivo, sino la dignidad humana?
Esto no puede seguir pasando. No podemos tolerarlo. Porque si el veneno del racismo y la xenofobia se infiltra incluso dentro de quienes deberían entenderlo todo —los propios jugadores—, ¿qué queda para el resto? ¿Qué mensaje le estamos dando a los chicos que miran, a las familias, a los hinchas? ¿Qué imagen estamos construyendo del deporte y de la sociedad?
Hoy fue él, pero mañana puede ser cualquiera. Porque no se trata de colores, de camisetas, de nacionalidades. Se trata de humanidad. De entender que lo que nos une como personas debe estar por encima de cualquier diferencia. De comprender que un insulto puede arruinar mucho más que un partido. Puede destruir la confianza, puede dejar cicatrices invisibles, puede empujar a alguien a querer irse, no solo del campo, sino de su mundo.
Y lo peor de todo es que el que insulta, el que denigra, no solo ataca a otro. Se traiciona a sí mismo. Porque nadie que haya sufrido por su raza, por su origen, por su acento, debería jamás repetir ese círculo de odio. Y nadie que esté dentro del juego debería permitir que el rival sea humillado, mucho menos por uno de los suyos.
Ya no podemos mirar para otro lado. Los dirigentes, los árbitros, los clubes, los compañeros… todos tenemos la responsabilidad de frenar esta cadena antes de que se vuelva irreversible. No basta con discursos ni con sanciones tibias. Necesitamos un cambio real, profundo, que ponga al respeto y la igualdad en el centro del juego.
Porque no es solo un partido. Es la vida. Y si no lo entendemos, estamos todos perdiendo.
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